AMAIA Y EL VIENTO CANTARÍN

 

Érase una vez...

 

No. Tengo a Oria, que es casi cuatro años más pequeña que yo –contestaba Amaia a la vez que recordaba la carita siempre risueña de su hermanar menor y, en aquel momento, le hubiera gustado tenerla cerca para besar sus sonrosadas y redondas mejillas. 

¡Venga! Decide, que nos vamos a merendar –apremió la niña romana.

 Amaia eligió la muñeca más pequeña y al deslizar su mano por encima del suelo lo notó suave y fresco y fue entonces cuando se fijó en aquella maravilla semejante a una alfombra de piedras pequeñas que formaban preciosos dibujos en blanco y negro (pincha aquí).

Al volver a salir al jardín interior se toparon con Aelia, que traía en una bandeja dos cuencos y un plato lleno de galletas.

Mosaicos de una casa romana

 ¡Sírvenos en el triclinium! –dijo Mauriola, imitando con los gestos a las personas mayores.

Pero ama, si se entera tu hermano me castigará –protestó humildemente Aelia, a lo que Mauriola respondió inmediatamente.

Si no se lo dices tú, no tiene por qué enterarse.

Al ver el triclinium (pincha aquí), Amaia creyó que era un dormitorio comunal, eso sí, muy elegante, ya que en él se alineaban preciosas camas de madera y bronce. Desconcertada, esperó prudentemente a que Mauriola tomara la iniciativa, y cuando la romanita se tendió de medio lado en un lecho la imitó en todo, incluso acurrucando la muñeca en el hueco que formaba su regazo.

Mientras, Aelia colocaba la bandeja sobre la mesa, al alcance de las niñas.

Las dos tenían buen apetito por el largo paseo, así es que comieron los panecillos dulces de muy buena gana y se bebieron toda la leche de los cuencos. Mauriola se dejó caer de espaldas sobre el colchón, a la vez que musitaba:

Un comedor romano

Esto es un triclinium

¡Qué bien se está aquí!

Amaia hizo lo mismo y, sin soltar la muñeca de su mano, suspiró profundamente. Aelia se acurrucó en el suelo. Las tres se relajaron. Se hizo un largo silencio antes de empezar a sonar una dulce canción, casi imperceptible. Mauriola pensó que era algún esclavo, Aelia ni la oyó, porque estaba profundamente dormida; en cambio, Amaia sospechó que el Viento Cantarín estaba muy cerca de ellas, pero el sueño venció a la niña. Formando espirales musicales, el Viento Cantarín la fue abrazando con mucho cuidado. Muy despacito, la elevó por encima de la cama y, entonces, la muñeca se le cayó de la mano.

Viendo el Viento que la niña dormía plácidamente, se convirtió en un vendaval para atravesar, lo antes posible, los dos mil años y los kilómetros que le separaban del Madrid actual. Entrando por la ventana del dormitorio de Amaia, la colocó sobre su cama y se despidió acariciándole la cara, pero se quedó cerca, dispuesto a ver el resultado de su trabajo.

 

¡Mamá! –exclamó sorprendida Amaia al ver a su madre que, inclinada sobre ella, la acariciaba la cara.

¡Qué sueño tan pesado tenías, nena! Me ha costado mucho despertarte... ¿Soñabas con algo bonito?

Precioso, mami -contestó antes de abrazarla muy fuerte.

 

Se levantó de un salto y corrió hacia el andador donde daba sus primeros pasos Oria, la cual le dedicó una de aquellas hermosas sonrisa que dejaban al descubierto sus ocho dientecitos blancos como la nieve. Acordándose del cariño que Mauriola sentía por su hermano mayor, la besó repetidas veces en los mofletes, dispuesta a convertirse en la persona a quien más quisiera Oria.

 

El Viento Cantarín contempló la escena con deleite y, antes de partir como una exhalación camino de la Estrella Sirio, pensó:

 Algún día también vendré a buscarte a ti, chiquitina.

 

 

María Begoña del Casal

Madrid, 21 de marzo de 2003

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11.- Los mosaicos romanos adornaban los suelos de los edificios públicos, de los palacios, y de las casa de los ciudadanos ricos.

Se realizaban con pequeños trozos de piedra pegados sobre una argamasa fresca y formando dibujos. Cuando la argamasa se endurecía, pulían las piedritas y, luego, las enceraban para darles brillo y para que los colores se vieran en toda su intensidad.

En los primeros solo se combinaban el blanco y el negro, pero la moda cambió hacia el siglo III después de Cristo. Entonces emplearon tantos colores como fueron capaces de encontrar entre los minerales, incluyendo carísimas piedras semipreciosas, como el lapislázuli, y metales, incluso el oro puro. Los colores que les faltaban los suplían con vidrio.

 12.- Los romanos acaudalados comían a diario reclinados sobre unos lechos muy anchos, en los que entraban tres personas, dispuestos alrededor de una mesa central donde se depositaban los alimentos. Esta sala, junto con el despacho del amo, era el lugar más lujosos de la vivienda.

 

 

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