AMAIA Y EL VIENTO CANTARÍN

 

Érase una vez...

Se detuvieron, con la respiración agitada, delante de lo que Mauriola denominó Las Termas (pincha aquí). Por la puerta del edificio entraban y salían muchas personas.

Mauriola, haciendo muy bien su papel de guía, relataba que eran muy pocos los romanos tenían baños en sus casas, sólo los ricos, y que la gente corriente necesitaba ir a las termas y las letrinas (pincha aquí) para estar limpios.

Dicho esto, volvieron a correr y a reír como tres locas calle abajo, hasta que llegaron a otra, muy ancha, que Aelia llamó Kardo. Entonces, lo que vio Amaia le llamó mucho la atención: en lugar de pasar coches, circulaban carretas tiradas por caballos o bueyes. Ya ni preguntó, estaba tan emocionada con las novedades que estaba viviendo que su único deseo era seguir corriendo para descubrir cosas nuevas.

Sala fría de una terma (en latín frigidarium)

 

Sala caliente, algo así como una sauna (en latín Thermarum)

Por el Kardo desembocaron en otra vía, el Decumanus Maximus, quizá mas espléndida que la anterior. Estaban sofocadas por la carrera y aminoraron el paso, lo que les permitió ver las casas de varios pisos y las tiendas y tabernas que tenían en los bajos (pincha aquí). Pero aquello no tenía ni comparación con la sorpresa que la esperaba al otro lado del arco que las separaba del Foro Provincial, que era una gran plaza, con suelo de piedra blanca, a cuyos lados se alzaban preciosos templos con columnas de mármol blanco que reflejaban el radiante sol. Allí conversaban muchos hombres, unos reunidos en grupos y, otros, caminando hacia algún templo o simplemente paseando.

 

templo de Diana

Este Foro, comparado con el Municipal, no vale nada –comentó Mauriola, al percibir la admiración de Amaia-.

Ya verás, allí hay unas fuentes preciosas que no paran de echar agua fresca, y pórticos para pasear sin mojarse cuando llueve; además, también hay otras Termas y está el templo de la diosa Diana.

Pero rimero voy a enseñarte otra cosa importante que tenemos en Augusta Emerita.

¡¡Andá!! –exclamó Amaia-. Una de mis bisabuelas se llamaba Emérita.

¡Ah! Pues ella no era vascona, con ese nombre tenía que ser romana... –apostilló Mauriola, mientras se dirigían a un pequeño promontorio para ver el Acueducto (pincha aquí) que traía el agua a la ciudad desde un lejano lago.

 Volvieron sobre sus pasos hacia el Foro Municipal, y la verdad es que a Amaia le pareció una maravilla. Para que la niña madrileña viera mejor aquella grandeza se sentaron en el primer peldaño de la escalera de las termas y allí comenzó otro juego. Cada vez que alguien bajaba aspiraban profundamente el olor a limpieza, incluso a ricos perfumes, que la gente dejaba a su paso. Aquellos aromas le recordaron la agradable frescura de los cuerpos recién lavados de sus padres o de Oria cuando salían de la ducha, y volvió a sentir un pellizco de nostalgia en el estómago.

 

 ¡Vamos! –ordenó nuevamente Mauriola-. Tengo que enseñarte las otras muñecas. Además, ya es la hora de merendar.

 Volvían hacia la casa de Mauriola por el Kardo y Amaia observó cómo, a medida que avanzaban, había menos casas de pisos y más tapias de jardines. Las calles que cruzaban también eran estrechas, como las primeras que recorrieron al salir del huerto. Se detuvieron frente a una puerta de madera que destacaba en un muro blanco y Aelia se adelantó para tirar de la cuerda que salía por un agujero de la tapia. Detrás sonó el alegre tintineo de una campanilla y, al poco rato, se abrió la puerta. Entraron a un jardín perfumado por mirtos y alhelíes floridos que, alternando con cipreses, formaban un corto camino que llevaba hasta la mansión.

Acueducto de Mérida, se llama de los Milagros

Nada más pasar al interior, Aelia tomó una dirección diferente a la de ellas que, tomadas de la mano, fueron atravesando pasillos y salas hasta desembocar en un jardín interior con una rumorosa fuente al fondo y un estanque central.

  El lujoso patio estaba rodeado por un pórtico al que daban muchas puertas cerradas. Mauriola empujó una de ellas y entraron en una habitación. Cuando los ojos de Amaia se acostumbraron a la penumbra comprendió que era un dormitorio pues, además de dos baúles y una silla, al fondo había una cama, sobre la que estaba su camisón. Mauriola abrió uno de los baúles y empezó a sacar sus muñecas para colocarlas ordenadamente sobre el suelo, a la vez que se las presentaba por su nombre. Aunque las ropas fueran de diferentes colores, las muñecas se parecían mucho a la que ella había visto al llegar: eran blancas, brillantes y tenían los brazos y piernas movibles.  

 

Todas han venido de Roma, una por cada regreso de mis padres. Vienen y enseguida se tienen que marchar otra vez... Te regalo la que quieras, menos ésta de ámbar, porque ya sabes que es un regalo de mi hermano, de cuando estuve malita. Como es mayor que yo siempre me ha cuidado y mimado mucho, y le quiero más que a nadie –decía Mauriola a Amaia, sincerándose como nunca lo había hecho- Y tú, ¿tienes hermanos mayores?

 

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7.- Por termas se identifican los baños públicos del tiempo de los romanos, pero en las casas de las personas importantes también las había, naturalmente más pequeñas y completamente privadas.

 8.- Los romanos, muy preocupados por la higiene, construyeron letrinas públicas en los lugares de reunión. Éstas eran comunitarias y los usuarios entraban en conversación mientras aliviaban sus urgencias fisiológicas.

Una cosa muy curiosa que hacían los romanos es la utilización de los orines convertidos en amoniaco para la limpieza de la ropa de lana y el teñido de los tejidos. Para conseguir el maloliente líquido, en la entrada de las tintorerías había unas tinajas de barro donde los viandantes podían orinar ¡¡cobrando!!. Sí, has leído bien, el dueño de la tienda pagaba por cada micción que se hacía en sus tinajas.

9.- Con los nombres de Kardo y Decumanus Maximus conocemos las dos vías urbanas más importantes de cualquier ciudad romana. La primera siempre la atravesaba de norte a sur, mientras que la segunda iba de este a oeste. A sus dos lados se alzaban casas de vecindad de varios pisos, en cuyas plantas bajas se ubicaban las tiendas.

10.- Augusta Emerita tuvo dos acueductos para abastecerse del agua necesaria. Uno, que hoy le llaman de los Milagros y se conserva bastante bien, recogía de un canal el agua que llegaba desde un embalse situado a una distancia de doce kilómetros. El otro, hacía llegar a la ciudad el agua (llamada Aqua Augusta) de un embalse distinto, situado a 25 kilómetros; hoy está muy destruido. Los dos monumentos se hicieron al norte de la ciudad y para salvar el desnivel del río Albarregas.

 

 

 

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