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AMAIA Y EL VIENTO CANTARÍN
Érase una vez...
Al oír la palabra pelo, Amaia se llevó las manos a la cabeza buscando el lazo que debía sujetar parte de su melena en el lado derecho de la cabeza. Aquel distintivo le gustaba mucho. Tenía muchas cintas de colores y, cada día, antes de salir de casa, elegía una para que su madre se la anudara en el cabello; pero en aquel momento no podía impresionar a Mauriola con su tocado: se había quitado el lazo para ir a dormir. ¿Qué haces? –inquirió “La Morita”, mientras sonreía divertida-.¿Vas a bailar? Anda, ven a sentarte conmigo. Mira, hasta te dejo mi muñeca. Como no podía presumir de lazo, Amaia necesitaba recurrir a algo que la pusiera en igualdad de condiciones que la otra niña. Pensó con rapidez y se le ocurrió que su propio nombre también era muy original y, adelantando la barbilla, dijo: Yo me llamo Amaia, que es un nombre vasco muy bonito.
Sí. Me gusta –respondió Mauriola golpeando el suelo para que Amaia se sentara a su lado. Por primera vez desde que se vieran Amaia sonrió antes de tomar asiento sobre la blanda tierra, recién cavada para la siembra de las hortalizas. Estaban las dos muy juntas cuando Mauriola le dijo al oído: ¿Sabes una cosa? Mi padre me ha contado que esta ciudad se hizo para que vivieran en ella los soldados que vencieron a los cántabros, que eran una tribu de los vascones. ¿Tú eres de esa gente? ¡Sí! –aseguró Amaia muy ufana, sin saber muy bien lo que estaba diciendo. Pues me gusta más, porque mi padre dice que, aunque sean bárbaros, él los respeta por su valor. Oye, ¿no serás una esclava fugitiva? ¡¡No!! –exclamó la aludida por pura casualidad, pues no tenía ni idea de lo que era la esclavitud. Las dos niñas se sonrieron mutuamente. A Amaia se le iluminaron los grandes ojos claros y a Mauriola, en violento contraste con su piel oscura, le destellaron los blanquísimos dientes. Acababan de hacerse amigas y, allí, bajo la frondosa parra, hablaban sin cesar de los pormenores de su vida cotidiana, en el momento que una vocecilla interrumpió sus confidencias: Mauriola, ¿deseas merendar? –venía diciendo una adolescente, que se quedó con la boca abierta por la sorpresa de ver que su ama estaba acompañada por una desconocida. Aquella jovencita, llamada Aelia, era una esclava que le había regalado a Mauriola su padre. En la casa había más esclavos para hacer las tareas domésticas, pero ésta estaba exclusivamente para atender a la niña en todas sus necesidades: bañarla, peinarla, tener siempre dispuesta su ropa, servirle las comidas, distraerla, acompañarla en sus paseos, etc. ¡Deja de mirarnos como si fueras boba! –le ordenó Mauriola, mientras se levantaba del suelo–. Arriba Amaia, que nos vamos de paseo, y tú –se dirigió de nuevo a Aelia, haciendo gala de sus dotes de mando- trae mi túnica azul. Mi amiga estará con ella más guapa que con lo que lleva puesto. Amaia se miró la ropa. Efectivamente, el ligero camisón que llevaba no era ni la mitad de bonito que el vestido de Mauriola, de color azafrán, atado a la cintura por cordón granate con hilos dorados. Aelia salió corriendo a cumplir la orden recibida y, mientras esperaban, Amaia miró con atención a la muñeca abandonada sobre la tierra y le pareció preciosa. Con una sonrisa de complicidad, Mauriola la recogió para ofrecérsela y, al acariciarla con sus manos, Amaia comentó lo suave que era. Es bonita, ¿verdad? –dijo su dueña, satisfecha-. Ésta es de marfil. Tengo más, y hasta una de ámbar que me regaló mi hermano cuando estuve enferma. Luego te las enseñaré. La llegada de la joven esclava trayendo la túnica, interrumpió la conversación de las niñas. Como Aelia estaba acostumbrada a desnudar y vestir a su amita, se disponía a hacer lo mismo con Amaia. Pero ésta, recordando las muchas veces que su madre le repetía que una niña mayor ha de vestirse sola, se quitó el camisón y se puso la túnica a toda velocidad, tratando de demostrar a su amiga que no era pequeña. Lo que no supo ponerse bien fue el ceñidor, así que dejó la tarea en manos de Aelia. Por una puerta de servicio que había en el muro que rodeaba el huerto, las tres salieron a la calle. Lo primero que llamó la atención de Amaia fue la ropa de la gente. Las mujeres vestían igual que ellas y, además, llevaban una especie de bufanda fina que les cubría la cabeza y los brazos, pero eran mucho más raros los hombres: todos llevaban minifalda. ¡Qué horror, con todos los pelos de las piernas al aire! –pensó.
¿Qué? ¿Tenéis los vascones algo parecido? Sí. Enfrente de mi casa está el Campo del “Atleti”, que es casi igual. A Mauriola se le congeló en los labios la sonrisa de que mostrara un instante antes. Jamás había escuchado decir que los bárbaros tuvieran anfiteatros. Es más, ella creía que sólo las ciudades más importantes del Imperio romano tenían aquellas construcciones, y como estaba dispuesta a defender la superioridad de Augusta Emerita, insistió con el otro edificio:
Ahí, en ese teatro, se hacen unas representaciones preciosas. Y hay música para acompañar las danzas –argumentó. Yo también he ido al teatro, a ver ”Alicia en el País de las Maravillas” –contestó Amaia. Bueno, y en ese “Campo del Atleti” que juegos hay –insistió Mauriola. Pues, fútbol. ¿Qué va ha haber? No conozco ese juego. ¿Cómo es? –se interesó Mauriola.
La verdad es que había visto partidos muchas veces en la “tele”, pero Amaia tuvo que ordenar sus recuerdos antes de responder. Explicó, como pudo, que dos grupos de hombres se colocan enfrentados y, en medio, un hombre vestido de negro y una pelota en el suelo. El de negro toca un pito y los demás dan patadas a la pelota y corren tras ella, mientras los espectadores gritan o cantan.
Reanudaron la marcha dejando atrás los colosales edificios, tan bien rodeados de jardines y adornados con blancas estatuas de mármol, cuya quietud le había recordado las veces que su madre la comparaba con una de ellas cuando dejaba de masticar la comida. Sintió ganas de ver a su madre, pero Mauriola y Aelia corrían ya cuesta abajo llamándola a gritos y agitando las manos, así que las imitó, olvidando su nostalgia.
------------- 4.- El teatro se construyó entre los años 16 y 15 antes Cristo. Hecho de piedra y cemento, se adornó con mármol de diferentes colores y con bellísimas estatuas. En su escenario, los actores representaban las obras que estaban de moda en Roma, mientras se interpretaban piezas musicales o cantaban grupos corales. Tenía capacidad para unas 6.000 personas, aunque los que acudían eran la gente más importante de la ciudad.
5.- El Anfiteatro lo hicieron un poco más tarde, en el año 8 antes de Cristo. Está junto al Teatro tan sólo los separa un paseo empedrado. En la arena de este edificio, que es muy parecido a nuestras plazas de toros, luchaban un gladiador contra otro hasta que uno de ellos caía muerto. Otro de los “juegos” practicados en el Anfiteatro consistía en enfrentar, hasta la muerte, a hombres armados contra animales salvajes y hambrientos. Con el mismo resultado macabro, también se hacían batallas navales. Para poder navegar se retiraba la arena y la tarima que la sujetaba, dejando al aire el gran hueco que había debajo, destinado igualmente a esta finalidad o como de “camerino” para gladiadores y fieras. Este hueco se llenaba con agua y, desde barcas, otra vez a matarse los unos a los otros. Los horrendos espectáculos ofrecidos en el Anfiteatro eran los predilectos del pueblo llano. 6.- Los gladiadores no eran esclavos, muy al contrario, se trataba de hombres libres contratados por un empresario, el cual solía tener un escuela para enseñarles el duro oficio. Dentro de la profesión había muchas variantes, casi siempre marcadas por las diferentes armas que debían usar. Se sabe con certeza que también hubo mujeres gladiadoras.
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