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SARA Y EL VIENTO CANTARÍN
María Begoña del Casal
El padre de Ruth esperó a que el novio diera los tres golpes de costumbre en la puerta del patio y, entonces, la abrió.
-Respetable Simón, ante ti me presento. Soy Daniel, Hijo de Marcos, de la tribu de Judá, y vengo a recoger a tu hija Ruth y a llevarla a mi hogar como mi esposa, tal y como has convenido con mi padre (Pincha aquí) -Bien venido seas a mi casa, Daniel -contestó el padre de Ruth –. Pero, no veo el palio...
Volvieron a escucharse la música, los cánticos y las exclamaciones de alegría, sólo dos personas sonreían en silencio: Simón, en su papel de padre, y la novia, que debía demostrar ante todos los presentes modestia y recato. A Sara no le entraba en la cabeza que aquel mocoso fuera de verdad el novio, pero tampoco le importaba mucho. Estaba encantada desfilando por las calles en aquel puesto de honor; porque, después de la novia, era a ellas a quienes más miraba la gente. Se sentía tan feliz que no tuvo reparos en gritar bendiciones a la pareja, igual que hacían sus compañeras, incluso, de buena gana se hubiera echado a bailar. La gente tiraba flores al paso de la novia y algunas caían sobre ella. -¡Cuidado con la piedra, Séfora! –dijo una de las damitas a la niña que había buscado la corona de flores para Sara. -Gracias, Susana –contestó la aludida esquivando el estorbo. Sara ya sabía el nombre de dos de ellas y se sintió más segura. Le dio un golpecito en el codo a Séfora y, con la mejor de sus sonrisas, aclaró: -Yo me llamo Sara Shang. -Conozco a varias Saras, pero a ninguna Sarasan... Bueno es bonito –aceptó su nueva amiga. Sara no corrigió el error, ya le había pasado otras veces y no le molestaba demasiado. En la puerta de una casa había un corro de personas muy bien vestidas y que les miraban con agrado, por lo que Sara dedujo que ya habían llegado. Los hombres de las dos familias se abrazaron y las mujeres también se saludaron efusivamente, pero las únicas que no se movían ni recibían atenciones eran las damas de honor y la novia, que se habían quedado como trece pasmarotes. Pasados unos minutos eternos, una mujer sonriente se acercó a Ruth y le dijo: -Bienvenida a la casa de mi marido y del tuyo. En ella serás una hija más. ¡Qué el Señor te bendiga dándote muchos hijos! –y acto seguido, por encima del velo que le cubría la cara, la besó en ambas mejillas-. Precioso cortejo trae mi nueva hija –y levantando la voz hacia donde estaban los hombres, exclamó señalando a las niñas: ¡¿Es que estas flores de Galilea no van a poder entrar en la casa?! Y los hombres se deshicieron en halagos y parabienes a las jóvenes que atravesaron la puerta con mucha dignidad. La madre de Daniel abría la marcha e indicaba el camino a seguir. La casa era más grande que la de Séfora, y las paredes estaban decoradas con cortinas de preciosos colores. Entraron a una habitación, que tenía el suelo cubierto con alfombras de piel de cordero y muchos cojines. La madre de Daniel les dijo: -Poneos cómodas, que la noche es larga. Ahora mismo os traerán dulces y agua fresca, que el vino lo beberéis mañana, ¡picaronas! –bromeó con ellas.
Una prima del novio pidió silencio para confesarles, en voz baja, que había oído decir que vendrían unos familiares lejanos que vivían en Nazaret y que uno de los hombres solteros era “impresionante”, y retó a las demás a ver cual de todas conseguía interesarle y así disfrutar pronto de otra boda. La noche había caído y, aunque los hombres ya habían empezado la celebración solos, las niñas no tardaron mucho en dormirse. Sara lo estaba pasando tan bien que ni se acordaba de volver a casa. Con las primeras luces del alba la casa se llenó de agitación. Las mujeres se afanaban en hacer enormes cantidades de pan, (pincha aquí) mientras los hombres encendían una gran hoguera en el patio trasero. No fueron los ruidos los que sacaron del sueño a las niñas, sino el humo que había entrado por la ventana y les hacía toser. La primera que se puso de pie fue la novia, pero enseguida la siguieron las demás. Una mano descorrió la cortina que cubría la entrada. Era una hermana del novio trayendo un cántaro de leche recién ordeñada y pan caliente. Después de desayunar, llegó el momento del aseo personal. Se enjuagaron los dientes y, las unas a las otras, se untaron la piel con aceite de oliva y se masajearon. -¡Olemos a ensalada! –bromeó Sara. -No importa, ahora nos perfumaran el cabello –le contestó Séfora riendo. Luego les trajeron agua caliente para lavarse y toallas limpias. Seguidamente, llegaron la madre y la suegra con los aceites aromáticos que les untaron en el pelo, y para conducir a Ruth hasta la pila de agua donde recibiría el baño ritual, obligatorio para todas las novias judías en el día de su boda. Este tiempo, lo aprovecharon las niñas para vestirse y también, para cotillear, desde la ventana, las actividades masculinas. Los hombres se gastaban bromas y reían contentos. A una corta distancia del fuego, habían clavado en el suelo dos varas para sujetar el espetón que atravesaba un enorme cordero, que debía asarse lentamente. -Los conozco a todos. Me parece que ya no va a venir el chico de Nazaret... –dijo la prima del novio desilusionada.
------------ B.- Entre los judíos de hace dos mil años, el matrimonio era un asunto que pactaban los padres de los novios, al margen de la opinión de éstos. Se realizaba en la sinagoga cuando los contrayentes eran todavía muy pequeños. La fiesta que se explica en el cuento tenía lugar mucho después, cuando la novia tenía entre doce y catorce años, y el novio pocos más. C.- La costumbre de que a la novia la acompañaran sus amigas solteras llevando lucernas encendidas está recogida en el Evangelio según San Mateo con el título de Las Diez Vírgenes. D.La Lámina III representa muy bien el pan que comían los judíos en la época de Jesús, y el horno donde lo hacían
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