SARA Y EL VIENTO CANTARÍN

María Begoña del Casal

 

Hacía calor aquella tarde de primavera y, a mi amiga Sara, después de mucho “empollar” la lección del día siguiente, le empezaban a escocer los ojos y a doler los codos. Se levantaba de la silla para abrir la ventana y poder respirar aire fresco, cuando vio que el azul del cielo se estaba cubriendo de nubes negras, empujadas por un ventarrón repentino.

 -¡Vaya! –se dijo a sí misma con fastidio-. Ahora hasta puede llover, y mamá ha salido sin paraguas...

 La fuerza del viento arrancaba pétalos a las rosas que adornaban su jardín, y los hacían volar formando una cortinilla multicolor, que de haber sido de flores blancas hubiera recordado una nevada invernal. Respiró a fondo mientras cerraba los ojos y deseaba el regreso de su madre. Sin abrirlos, pensó en el traje y en la fiesta de su Primera Comunión, que celebraría muy pronto, y trató de imaginar los regalos que iba a recibir.

Desde muy lejos le llegaba una dulce melodía, que parecía acercarse por momentos. Sara se fue relajando poco a poco.

-Sara... ¡Ven conmigo! –decía suavemente la letra de aquella la canción.

-¡Que tontería! –pensó la niña-. Seguro que no oigo bien, por culpa de este viento tan fuerte.  

Pero cuando adelantó sus manos para cerrar  la ventana sintió que algo muy suave las acariciaba, tirando de ellas hacia el exterior. Nadie la tocaba, estaba completamente sola,  y aquella canción seguía llamándola por su nombre.

 -¿Quién está ahí? Me estás asustando

–exclamó Sara, entre enfadada y curiosa.

-No temas, pequeña. Vengo para hacerte el primer regalo de Comunión. Te invito a  una boda –contestó la cancioncilla muy     cerca de su oído.

 

-¡Si no me dices quién eres y te dejas ver, gritaré muy fuerte! –amenazó la niña decidida ha hacerlo.

- Estoy delante de ti, pero no puedes verme porque soy invisible. Soy un Viento muy especial, mágico diría yo. Mis amiguitos, y tengo muchos, entre ellos tu vecinita Amaia, me llaman Viento Cantarín.

- ¿Amaia es tu amiga? –se interesó vivamente Sara.

            -Sí. Un día la invité a conocer a otra niña que se sentía sola.

            -¿Y su mamá la dejó ir contigo?

            - ¡Claro! Porque me lo había pedido su abuela...

            -¿Y quién te ha dicho que vengas a invitarme a mí?

            - También la abuela de Amaia.           

- Bueno, voy –contestó Sara más tranquila-. Pero tengo que volver enseguida o mi mamá se preocupará mucho.

            -¡De acuerdo! –respondió el Viento, rodeándola con un abrazo protector antes de comenzar el vuelo. 

Volaban tan rápido que, a Sara, le era imposible ver el suelo. Por eso, el viaje fue muy breve.

            Con la misma suavidad que la había sacado de su casa, el Viento Cantarín depositó a la niña en el suelo de un patio, en el que no estaba sola.

Alrededor de ella había muchas mujeres y niñas, todas vestidas como las figuritas de los Nacimientos, hablaban y reían sin cesar, mientras entraban y salían por la puerta de la casa.

El sol empezaba a desaparecer por occidente, pero, procedente de la vivienda, un haz de luz iluminaba tenuemente el patio.

 

Ilustración idealizando una calle de Belén en tiempos de Jesús, cuando sólo era una aldea con edificios mucho más modestos

   –A lo mejor estoy invitada a una fiesta de disfraces –pensaba Sara, con cierta extrañeza, cuando una anciana se paró junto a ella y mirándola con el ceño fruncido la reprendió:

-¿Se puede saber por qué todavía no te has puesto el traje para la fiesta? Si tardas no tendrás sitio entre las doncellas. Venga, venga, remolona. ¡¡Corriendo a la casa a buscar tu ropa!!

Sara obedeció de inmediato. Entrar en la casa era fácil, pero saber donde estaba aquella ropa le parecía imposible hasta que escuchó la cancioncilla del Viento y sintió que él la empujaba hacia una habitación. Allí, sobre una cama, había una túnica sonrosada y un manto azul muy pálido. Se lo puso a toda velocidad y volvió al patio, justo cuando la anciana señora comenzaba a organizar la comitiva infantil.

Lucerna de tipo romano encontrada en unas excavaciones realizadas en Jerusalén

-Tú, la tardona. Ponte aquí – se dirigía de nuevo a Sara. –¿Y las flores? ¿Dónde está tu corona de flores?

La niña se encogió de hombros. No tenía ni idea.  

-Espera abuela, yo sé donde está –contestó por ella otra niña, antes de echar a correr hacia la casa, para volver enseguida con una diadema hecha con caléndulas amarillas y anaranjadas.

-Toma, te la pones en la cabeza, como la llevo yo –y siguió diciendo, esta vez en voz baja-. No te preocupes, es muy gruñona, pero tiene un corazón de oro.

La señora les fue entregando una lucerna a cada niña  (pincha aquí). Con Sara, eran doce las jovencitas que formaban el cortejo de honor, unas iban por parte de la novia y, otras, pertenecían a la familia del novio.

Todas estaban felices por poder escoltar a los contrayentes hasta el hogar de los padres del novio, donde tendría lugar la celebración. Riendo y lanzando gritos de alegría, esperaban ansiosas el momento de cruzar las calles y poder lucir la lujosa vestimenta festiva. Las que tenían más de once años estaban muy nerviosas pensando en que pronto serían ellas las novias, y Sara se enteró entonces que las niñas judías se casaban entre los doce y los catorce años.

Por su parte, las más pequeñas estaban impacientes por comer los sabrosos dulces que servirían en el banquete.

 

 

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