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SARA Y EL VIENTO CANTARÍN María Begoña del Casal
Hacía calor aquella tarde de primavera y, a mi amiga Sara, después de mucho “empollar” la lección del día siguiente, le empezaban a escocer los ojos y a doler los codos. Se levantaba de la silla para abrir la ventana y poder respirar aire fresco, cuando vio que el azul del cielo se estaba cubriendo de nubes negras, empujadas por un ventarrón repentino. -¡Vaya! –se dijo a sí misma con fastidio-. Ahora hasta puede llover, y mamá ha salido sin paraguas... La fuerza del viento arrancaba pétalos a las rosas que adornaban su jardín, y los hacían volar formando una cortinilla multicolor, que de haber sido de flores blancas hubiera recordado una nevada invernal. Respiró a fondo mientras cerraba los ojos y deseaba el regreso de su madre. Sin abrirlos, pensó en el traje y en la fiesta de su Primera Comunión, que celebraría muy pronto, y trató de imaginar los regalos que iba a recibir. Desde muy lejos le llegaba una dulce melodía, que parecía acercarse por momentos. Sara se fue relajando poco a poco.
-¡Si no me dices quién eres y te dejas ver, gritaré muy fuerte! –amenazó la niña decidida ha hacerlo. - Estoy delante de ti, pero no puedes verme porque soy invisible. Soy un Viento muy especial, mágico diría yo. Mis amiguitos, y tengo muchos, entre ellos tu vecinita Amaia, me llaman Viento Cantarín. - ¿Amaia es tu amiga? –se interesó vivamente Sara. -Sí. Un día la invité a conocer a otra niña que se sentía sola. -¿Y su mamá la dejó ir contigo? - ¡Claro! Porque me lo había pedido su abuela... -¿Y quién te ha dicho que vengas a invitarme a mí? - También la abuela de Amaia.
–A lo mejor estoy invitada a una fiesta de disfraces –pensaba Sara, con cierta extrañeza, cuando una anciana se paró junto a ella y mirándola con el ceño fruncido la reprendió: -¿Se puede saber por qué todavía no te has puesto el traje para la fiesta? Si tardas no tendrás sitio entre las doncellas. Venga, venga, remolona. ¡¡Corriendo a la casa a buscar tu ropa!! Sara obedeció de inmediato. Entrar en la casa era fácil, pero saber donde estaba aquella ropa le parecía imposible hasta que escuchó la cancioncilla del Viento y sintió que él la empujaba hacia una habitación. Allí, sobre una cama, había una túnica sonrosada y un manto azul muy pálido. Se lo puso a toda velocidad y volvió al patio, justo cuando la anciana señora comenzaba a organizar la comitiva infantil.
La señora les fue entregando una lucerna a cada niña (pincha aquí). Con Sara, eran doce las jovencitas que formaban el cortejo de honor, unas iban por parte de la novia y, otras, pertenecían a la familia del novio. Todas estaban felices por poder escoltar a los contrayentes hasta el hogar de los padres del novio, donde tendría lugar la celebración. Riendo y lanzando gritos de alegría, esperaban ansiosas el momento de cruzar las calles y poder lucir la lujosa vestimenta festiva. Las que tenían más de once años estaban muy nerviosas pensando en que pronto serían ellas las novias, y Sara se enteró entonces que las niñas judías se casaban entre los doce y los catorce años. Por su parte, las más pequeñas estaban impacientes por comer los sabrosos dulces que servirían en el banquete.
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